
OPINIÓN | La mujer que pelea como hombre
"¿Qué estamos reclamando entonces? ¿Justicia deportiva? ¿O que queremos seguir controlando los cuerpos de las mujeres y las diversidades? (...) Los cuerpos trans e inter existen, el género no es binario y las políticas deportivas deben levantar valores humanos nobles"
La argelina Imane Khelif y la italiana Angela Carini, ambas de 25 años, competían en boxeo en los Juegos Olímpicos y transcurridos 46 segundos de combate, Carini decide abandonar el ring luego de recibir un golpe directo, totalmente reglamentario. Al bajar, entre lágrimas dijo: “Nunca en mi vida me habían golpeado tan fuerte, me dolió demasiado. Pudo haber sido el combate de mis sueños, pero tuve que salvar mi vida. Ahora depende del Comité Olímpico juzgar”.
Tras esto Khelif, junto a la taiwanesa Lin Yu-ting, fueron expuestas públicamente en una verdadera caza de brujas de los medios y las redes sociales, por una supuesta ventaja al tener niveles de testosterona más altos que sus pares, lo que a mirada de los reporteros las hace automáticamente mejores que las otras mujeres.
La opinión pública, con preocupante aunque esperable ligereza, se inundó de transodio y discriminación alentado por reconocidos personajes públicos, hacia estas dos deportistas que además son personas cis género, pero que “no lo parecen”, dejando en evidencia el cómo las masculinidades y feminidades hegemónicas nos están impidiendo leer el deporte en clave de diversidad sexual, dejándola escondida o simplemente fuera de la historia del deporte, y haciendo resurgir un sinfín de preguntas de las que urge comenzar a conversar.
Voy a rescatar unas ideas y aclaraciones históricas, sociales y culturales de la académica uruguaya Martina Pastorino, porque no voy a decir nada que no se sepa, pero sí que aparentemente no se quiere tener en cuenta: el deporte binario está perdiendo sentido, probablemente nunca tuvo mucho sentido (salvo para el patriarcado) y de que hay que comenzar una discusión sobre qué hacer cuando por fin se extinga el antiguo formato de las competencias de alto rendimiento.
Cuando a las mujeres -cisgénero- comenzaron a tener un lugar en el deporte competitivo, solo se les permitió en prácticas asociadas a la delicadeza, nada que pudiera mancillar con su agresividad su primera misión social: ser madre.
Los discursos higienistas de principios del siglo XX instruían que la mujer fue creada para la concepción, por lo que ninguna actividad o propuesta a nivel país debiese ir en contra de tan noble fin. Esto tuvo innumerables consecuencias -que desbordan enormemente este artículo de opinión-, pero rescatamos una que va directamente relacionada con nuestro tema: el sexismo.
Desde esa perspectiva, en el deporte se crearon lógicas sobre cómo deben ser, vestirse y competir los deportistas dependiendo del género (binario) al cual pertenecían. Si eres hombre, debes ser rudo y masculino; si eres mujer, como el pétalo de una flor. Normas culturales totalmente vigentes, que se distinguen, por ejemplo, en lo estipulado por la Federación Internacional de Gimnasia, que sólo reconoce a las mujeres para competir en la gimnasia rítmica, disciplina que evalúa olímpicamente la gracia y la belleza.
Todo argumentado con bases biologicistas. La manera de medir “qué tan mujer u hombre eres” se determina con pruebas hormonales, para asegurarse que los hombres compitan en igualdad de condiciones con otros deportistas hombres, y que las mujeres no compitan en desventaja con alguien que “no sea lo suficientemente mujer”.
Con esto se parte de la premisa deportiva de que el hombre tendrá siempre ventaja frente a una mujer, por la fuerza que le da su producción de testosterona. Este binarismo, plenamente nacido desde una construcción social disfrazada de naturalismo, arranca de raíz la posibilidad de diversidad sexogenérica.
Es importante detenerse aquí para recordar que el test hormonal para determinar el género del atleta surge luego de otra realidad. La idea de “demostrar que eres mujer” (porque nunca debiste comprobar que eras hombre) nace con la Guerra Fría, cuando Estados Unidos sospechaba que la URSS presentaba a competir a varones vestidos de mujer para ganar. Este hecho tan ridículo, la paranoia de dos potencias (masculinas) imperialistas buscando imponerse al mundo, fue suficiente para comenzar con denigrantes pruebas de comprobación de género; las mujeres se tenían que desnudar porque si tenían vagina eran mujer.
Volvamos a París 2024. Tras un siglo y medio de Juegos Olímpicos modernos, es primera vez que compite la misma cantidad de hombres y mujeres, y pareciera que cuando se cierra esta brecha (sólo en términos numéricos), es momento de comenzar a discutir sobre la pertinencia del binarismo.
El tratamiento que los medios hacen del caso de Khelif pone a la diversidad como el problema, haciendo renacer las eternas cadenas sociales de las mujeres, donde su valor es por su apariencia y no por su talento.
Francia se dio el lujo y la libertad de exponer sus valores revolucionarios en su impresionante inauguración, incluyendo la diversidad en una performance artística a cargo de Nicky Doll. Por supuesto que a los medios conservadores que hegemonizan las noticias globales les ha parecido de “mal gusto” travestir la última cena de Leonardo da Vinci, pero cuando esta visibilización y valoración de la diversidad no es traducida en un trabajo estructural de las instituciones, queda solo como un gesto de marketing.
¿Qué ha hecho el deporte por la diversidad, más que las competencias paralímpicas? Más allá de panfletos, ¿Qué ha hecho en contra del racismo cuando a Gabby Douglas le decían que era la “esclava” del equipo, o a Simone Biles que, haciendo historia, la juzgan por su peinado?
Más lejos -o cerca-: ¿qué pasa con toda la constelación de personas que no se identifican con el binarismo hombre/mujer? Las personas no binarias, trans e intersexuales existen. Son parte del deporte de alto rendimiento y olímpico y es fundamental hacerse cargo, sacarlas de las sombras, e incluir en las políticas reglamentarias a esos cuerpos.
Caster Semenya ya había puesto en jaque al sistema, uno que no estaba preparado para aceptarla. Le quitaron su medalla olímpica y le prohibieron su participación en Tokio por no querer someterse a pruebas denigrantes que iban en contra de los derechos humanos. Las mujeres que producen más testosterona no tienen una ventaja deportiva. Eso es tan ridículo como decir que una persona más alta tiene ventaja en básquetbol, como LeBron James que con sus 2.06 metros está a 30 cm sobre el promedio estadounidense. O que una persona con brazos más largos tiene ventaja en natación, como Michael Phelps, que son más largos que el promedio y nadie cuestiona su lugar como la persona con más medallas olímpicas de la historia. Pero a nadie le importa, nadie revisa a estos hombres y nadie pide su descalificación.
¿Qué estamos reclamando entonces? ¿Justicia deportiva? ¿O que queremos seguir controlando los cuerpos de las mujeres y las diversidades? Tanto Khelif como Carini son víctimas de un sistema patriarcal, que se siente con el derecho de juzgarlas por sus cuerpos y de crear la narrativa oficial de lo que significa ser mujer, o lo que es una competencia justa.
La ficción de este discurso dominante ha llevado a la exacerbación de las discriminaciones y limita una reivindicación de la deportividad. El llamado es a avanzar en la búsqueda de igualdad y derechos, donde la diversidad de la humanidad se muestra, valora, respeta y atiende. Tal como París se presenta.
Los cuerpos trans e inter existen, el género no es binario y las políticas deportivas deben levantar valores humanos nobles, como la amistad, la sana competencia, el respeto por cada persona y encargarse que todos se sientan parte de la fiesta deportiva.